Fue la propia Iglesia la que reglamentó el Carnaval como una celebración opuesta a la Cuaresma. Se trataba de unos días de gula y desenfreno perfectos para desinhibirse antes del recogimiento de la Cuaresma, escondidos tras disfraces y máscaras.

Las crónicas sitúan el mayor esplendor del Carnaval bilbaíno entre 1892 y 1918. Las primeras comparsas surgieron al amparo de las tertulias de los cafés, como La Bilbaína o La Moderna. En los años siguientes se fueron creando otras entre las que destacaron Donato, El Sagusar, El Porrón, El Azar, Don Benito, El Águila o Capotín. Su principal actividad era desfilar disfrazados por la vía pública con sus estandartes e instrumentos entonando coplillas de carácter satírico, jocoso o sentimental. Cualquier acontecimiento era motivo para componer una “couplet”. Desde la insurrección de Cuba, hasta la aproximación a la tierra del cometa Halley en 1910, pasando por temas tan diferentes como un naufragio, la presidencia de José Canalejas o los niños huérfanos de la Congregación de los Ángeles Custodios de Rafaela de Ybarra.

En cuanto a los disfraces, aunque al principio lo más común fueron los típicos trajes de aldeanos o artesanos, enseguida se puso de moda el ridiculizar a políticos y personajes públicos. “El Abanico”, en la calle San Francisco, abastecía de disfraces a los habitantes de la Villa. Y había clásicos que nunca fallaban como el “Alí-Guí” de estrafalaria vestimenta con un higo colgado de una larga caña, o el fotógrafo ambulante con una máquina de la que salía un chorro de agua mojando a los espectadores.

Y mientras las orquestas, comparsas y toros de fuego recorrían las calles, los jardines de esparcimiento como El Olimpo o Los Campos Elíseos, y las sociedades recreativas como El Sitio, El Círculo Bilbaíno, La Sociedad Bilbaína o Aurrera, organizaban fiestas y bailes.

En 1936 se prohibió el Carnaval, aunque en algunas casas y clubes privados se siguieron celebrando fiestas a puerta cerrada.

 


Ale Ibarra Aguirregabiria